No soy partidario de sacar a relucir
constantemente las peculiaridades sociales, políticas y económicas de España
como ejemplo de nuestra supuesta y irresoluble anormalidad: la historia contemporánea nacional
sólo ha presentado una gran anomalía insalvable respecto a los patrones
europeos, y esta fue la dictadura del general Franco. Ni antes, ni mucho menos
después, las divergencias con Europa fueron tan acusadas como se cree
popularmente.
Sin embargo, debo reconocer que
nuestra cultura política vigente es bastante particular en comparación con los estándares
de las democracias más asentadas del mundo occidental. La negativa de Mariano Rajoy a
dimitir por el caso Bárcenas es el ejemplo paradigmático de cuanto estoy diciendo.
No sabría determinar si dicha singularidad es consecuencia
de nuestro irrenunciable carácter latino, del todavía pesado recuerdo del
régimen franquista o del imperfecto modelo constitucional. Lo que sí querría
destacar es cómo en España, a diferencia de lo que sucede en otros países de mayor tradición democrática,
no distinguimos con claridad entre responsabilidades penales y responsabilidades
políticas. Digo más: la cultura política española ha llegado al punto de
subsumir el concepto de responsabilidad política dentro del concepto de
responsabilidad penal. Es decir, que aquí ningún dirigente político asume sus
responsabilidades hasta que no lo decide un magistrado. Y esto, que ya me parece suficientemente lamentable, llega a ser francamente
peligroso cuando los jueces cuentan con tan poca independencia respecto del
poder político. Véase el caso de la filiación partidista del Presidente del Tribunal Constitucional, que en cualquier otro lugar sería escandalosa.
La sesión parlamentaria de ayer puso de manifiesto una triste realidad: la existencia innegable de una serie de deficiencias democráticas difícilmente corregibles que anulan la legitimidad no sólo del Gobierno actual, que carece de ella
desde su formación; sino del Régimen del 78 en su conjunto.